El hombre civilizado amaba, deseaba y temía a la mujer. Por lo tanto, necesitaba dominarla porque ella podía convertirse en un poder alterno dentro de la familia y aún fuera de ella, en la vida política votando, en la vida económica poseyendo y compitiendo con él en los empleos. Era el talón de Aquiles del burgués seguro y dominante; era la única garantía de legitimidad de sus hijos; potencialmente disipadora del dinero y del semen; potencial debilitadora y descubridora -testigo de la debilidad masculina-. Se vinculaba la mujer a lo diabólico, lo secreto, lo mágico, cercana al demonio, símbolo de lo sexual. La diabolización de la mujer se basaba en que su sexualidad podía poner en discusión el poder del hombre, su autoestima y a la vez su estima social. Ese poder sólo se aseguraba con el ejercicio. La mujer debía internalizar la imagen cultural de la mujer-madre. Debía ser sumisa al padre y al marido; abnegada, económica, trabajadora, púdica, ocuparse sólo del hogar. El ideal era la mujer con dedal... Los trabajos fuera de la casa admitidos eran: maestra, costurera. Para Várela, vendedora, trabajos de contabilidad y empleada pública. Se negaba el deseo sexual femenino.
En aquel momento no se percibía (¿se percibe hoy?) la posibilidad de compartir el poder: los hombres y las mujeres.
En esa época aumentan las mujeres que se quedan solteras, como resultado de la represión a la mujer, quizás también como rechazo a ese rol de la mujer.
El adolescente fue otro vigilado, controlado. La sexualidad adolescente era un peligro para el orden burgués.
Lo esencial era vigilar, aconsejar e impedir, programar el futuro del hijo. La mirada directa, la suspicacia, el control, nunca eran demasiados. Se somete a una investigación rigurosa la sexualidad infantil. Padres, médicos, curas y maestros todos querían saber, averiguar, controlar, impedir y para ello las preguntas o los silencios... El espíritu de la vigilancia debía internalizarse pues el ideal era convertir al adolescente en guardián de sus pasiones, fomentando la vergüenza y la culpa.
El insulto mayor al hombre no es de la traición a sus amigos o a su causa, como en la época bárbara, sino el de la duda sobre su virilidad.
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